Hace algunos meses me encontré con una convocatoria de un concurso de recetas noveladas. Lo organizaba la web www.gastronomíaalternativa.com. Concursé con el siguiente relato y quede entre los cinco finalistas.
En este enlace dan fe de ello (cortar y pegar en la barra superior). Y ahí va el cuento:
ESE DORADO OBJETO DE DESEO.
Rosa sabe que resistirse no vale para nada, pero, a pesar de ello, camina decidida por la acera de enfrente a la tentación intentando convencerse de lo contrario. Todo inútil. Al llegar al semáforo previo a la famosa tienda de accesorios de lujo lo cruza mecánicamente. Casi hipnotizada. Como siempre.
Allí trabaja su amiga Mercedes y, cada vez que va al mercado, entra, charla un poco con ella y mira hacia el objeto de su deseo más ansiado. Mercedes, que lo sabe, de vez en cuando se lo saca y la deja acariciarlo, abrirlo, colgarlo de su brazo e imaginar que es suyo; que por fin ha conseguido el bolso de su vida.
Rosa desliza las yemas de sus dedos muy suavemente sobre el ante color dorado con que está hecho y mira cómo cambia de tono según lo haga hacia arriba o hacia abajo. Cuando acaba borra sus huellas pasando la palma de su mano ceremoniosamente, con suma delicadeza, sobre aquella superficie tan suave, tan cálida, tan…
--Rosa, deberías llevártelo.
--Es muy caro, Mercedes.
--Pero es tu capricho y, afortunadamente podéis permitíroslo. Vivís en una buena casa, tenéis un buen coche, no tenéis hijos y tu marido lo gana bien.
--Sí, pero hace dos años que yo no trabajo y hemos tenido que renunciar a algunos lujos.
--¿Lo has hablado con él?
--Ni lo he hecho ni lo haré. Me conformo con poder verlo y tocarlo de vez en cuando.
Y Mercedes se encoge de hombros y acude a atender a otro cliente.
Pero hoy Rosa no entra allí. No hay charla con su amiga. Esta mañana va con prisa y no puede entretenerse mucho. Quizás por ello da un suspiro de alivio cuando mira hacia el interior de la lujosa tienda y ve un grupo de japoneses, en pleno éxtasis, mirando y toqueteando bolsos, chaquetones y pañuelos de seda mientras Mercedes y su compañera los miran sonrientes, las manos enlazadas en sus respectivas espaldas y esperando cualquier consulta por parte de los compulsivos compradores orientales. Ya tiene la excusa perfecta para pasar de largo.
--Hoy se llevan mi bolso --piensa Rosa--. Sabe que los japoneses son fanáticos de ese modelo. Pero también sabe que sólo tardan dos o tres días en reponerlo. Es un clásico de la firma desde hace veinticinco años.
En fin, a lo que iba nuestra amiga. Ayer discutió con su marido por una nimiedad y hoy está dispuesta a zanjar el asunto con su plato favorito --el del marido--; calamares rellenos.
--Manuel; póngame usted cuatro calamares medianos y que estén tiernos y sin fisuras, que son para rellenar.
--Pues ha escogido usted muy bien el día, doña Rosa. Los de hoy son perfectos para eso. Ahí van. Y le regalo este otro, igual de fresco pero roto. Le vendrá muy bien para engordar el relleno.
--Muchas gracias, Manuel, pero yo le añado trocitos de miga de pan asentado remojados en leche para que cunda más y quede esponjoso.
--¿Miga de paaaaan?-- le replicó extrañada una señora mayor que iba detrás de ella en la cola.
--Pues sí señora, miga de pan. Aparte de lo clásico, usted ya sabe, las patitas del calamar picaditas, un par de dientes de ajo, unos cincuenta gramos de jamón y un huevo duro. Pero como se queda corto de volumen, yo hago como mi madre; la miga de pan remojada en leche, un poco de manzana y algunos pistachos. Y todo picado a mano, nada de picadora, que lo muele y lo hace una plasta.
--Pues hija mía; nunca lo había escuchado.
--Pues ya ve usted; cada maestrillo tiene su librillo.
--¿Y tiene usted algún otro truco para la salsa.
--No. Le hago el clásico refrito de tomate, pimiento, cebolla con su vasito de vino blanco y su hojita de laurel, y a dejarlos cocer en él semicubiertos de agua después de haberlos enharinados y pasados por la sartén. Un puñadito de guisantes al final y santas pascuas. Eso sí: el azafrán de hebra; nada de colorantes.
--¡Con lo que cuesta…!
--Nada, nada, miseria y compañía. Con medio gramo sobra y basta. Gastas más en gas.
--¿Se los limpio, doña Rosa --interrumpe el pescadero.
--Sí, Manuel, gracias. Y póngame la tinta aparte, que no la voy a utilizar en este guiso.
De vuelta a su casa mira de reojo --y desde la acera de enfrente-- la tienda de su amiga Mercedes. Los japoneses ya se han marchado y el sol, que da de plano en el escaparate, le impide ver si “su bolso” sigue en la estantería correspondiente. Mañana será otro día para poder comprobarlo, que los calamares rellenos son un plato que requiere su tiempo y todo debe estar listo para cuando su marido llegue. Antes de entrar en su piso hace una última parada en la tienda de ultramarinos del barrio para comprar un poco de arroz de grano largo, que le gusta más para la guarnición que el bomba. Aguanta mejor el refrito después de cocido.
Ver a Rosa en su cocina es como disfrutar de un ballet desde primera fila. Sus movimientos son precisos, elegantes, seguros. Vuelve los calamares del revés --para que no se les salga el relleno-- con un solo giro de sus esbeltas muñecas. Es la coordinación personificada.
Mientras todo se cuece a fuego lento en la cacerola, ella prepara la mesa con la mantelería bordada a mano que su marido le trajo de Bruselas, la vajilla del ajuar y la cubertería de plata herencia de la familia. En el reproductor de cedés el disco de Sally Oldfield que tanto le gusta a él. Repasa y rectifica de sal el guiso y el color azafranado de la salsa le recuerda al de su deseado bolso.
Ya son las dos y media. Debe estar a punto de llegar. Rosa se arregla --coqueta ella-- un poco el pelo. El chardonnay que ha escogido para la ocasión reposa en la cubitera con hielo, agua y un puñado de sal gorda. A su marido le encanta el vino blanco muy frío. Las copas Riedel que ella le regaló en su último cumpleaños esperando ansiosas el brillante vino sobre la mesa.
Las tres menos cuarto. Hoy habría atasco en la Avenida.
Las tres…
Las tres y media…
Las cuatro…
--¡¡¡RRRRIIINNNGGG!!!
Rosa da un respingo cuando el timbrazo sale del teléfono y contesta con un punto de ansiedad.
--¡¿Dígame!?
--¿Rosa? Cariño, que hoy no como en casa, que me ha surgido un imprevisto y me he tomado un bocadillo al lado de la oficina. Perdona, pero se me olvidó avisarte antes. Tú ya habrás comido, ¿verdad?
--Sí, claro, por supuesto --le contesta ella mientras cuelga con rabia--; vaya usted a saber si por la hora o si por la música y las risas que se escuchaban de fondo.
Respira hondo. Una vez. Dos veces. Tres. Y, antes de la cuarta, sonríe con un punto de malicia, se va a la cocina, pone los calamares rellenos --ya perfectamente cortados en rodajas-- en una bandeja de aluminio de las de usar y tirar, y los saca al patinillo, colocándolos justo al lado del cristal roto de la mampara separadora, por donde el gato de la vecina se cuela de vez en cuando a su lado.
--Buen provecho, Micifuz.
Y a continuación vuelve donde el teléfono y marca, con firme decisión, las nueve cifras de su número más deseado.
--¿Mercedes? ¿Se han llevado los japoneses mi bolso? ¿No? Pues quítalo de la estantería y ve preparándomelo, que en cinco minutos estoy allí.